
De entre las delicias del mundo, la envidia es la más odiosa de todas las maldades que nacen del corazón humano y la que más me ha dañado.
Y de entre todas las personas que pueden envidiarte, nadie mejor que tus seres queridos: hermanos, padres, tus grandes amores o tus mejores amigos, tanto mejor si se conocen desde hace décadas.
Es increíble la cantidad de años que los envidiosos son capaces de aguantar sufriendo en secreto, todo para sembrar con espinas el lugar donde, en su secreta esperanza, algún día vas a caer.
Tampoco entiendo cómo nadie me advirtió de ellos, ni yo me di cuenta a tiempo, considerando todos los signos que hoy parecen tan evidentes. Me habría ahorrado un millón de problemas que solo ahora puedo ver de dónde vinieron: de la gente que más quería y en la que más confiaba.
En los océanos del mundo, los envidiosos vienen vestidos de elegantes capitanes, pilotando navíos dañados o a punto de hundirse, pero bien pintados y con toda su tripulación a bordo. Se muestran amables, pero en el centro de sus corazones palpitan el desencuentro basado en ficciones y el rencor más idiota, todo revuelto con las mejores intenciones del mundo, las cuales siempre vienen acompañadas de un rastro de mentiras enfermizas y crueldades sin límites.
Por mucho tiempo no existió manera de evitarlos, se me aparecían donde fuera que me llevara el destino, hasta que Raum y sus ejércitos me mostraron una senda sin ellos: un lugar lleno de violencia y soledad, pero sin los pecados capitales que arrastran almas condenadas desde milenios.
Ahora todo es mejor sin ellos y, sinceramente, me complace lanzarlos por la borda y verlos ser tragados por el mar.
Entonces, roguemos a Raum que nos siga mostrando el camino que conduce al otro lado del océano, que aunque es cruel, también es certero.
V. Rykov.
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